Pepe Trivez

Más vale malo conocido. De reválidas, selectividad y otros monstruos

In a mano alzada, de escuela, opiniones on noviembre 28, 2016 at 11:32 pm

Ya no habrá reválida para los alumnos de segundo de bachillerato. Vuelve la Selectividad. La “universidad” será la encargada de diseñar las pruebas que harán que nuestros alumnos accedan (o no) a los estudios deseados.

Y todo el mundo contento. Y unos y otros hablando de que han evitado la segregación, la desigualdad, la falta de equidad. Y unos y otros proclamando que ha triunfado el sentido común, que es el principio del fin, que así sí… Pero así ¿cómo?

Es cierto que a estas alturas de curso había pocas opciones razonables más allá de mantener el modelo de prueba que ya existía y que llevamos “padeciendo” más de 20 años. Es cierto que una revalida improvisada y no consensuada era seguramente peor y que la vuelta a la PAU puede ser un “mal menor”.

Pero no me resisto, justo ahora, a señalar la incoherencia, la hipocresía y la falta de sentido de común de una prueba que ya en su nombre “popular” (selectividad) segrega, clasifica, genera un ranking y condiciona el futuro y las oportunidades de nuestros alumnos de manera manifiestamente injusta.

En primer lugar la prueba de “Selectividad” NO era igual en todas las comunidades. Cada Universidad, cada “armonizador”, a la luz del currículum y del decreto correspondiente podía (y de hecho así lo hacía) seleccionar contenidos, procedimientos, criterios de evaluación y de calificación. Lo lógico era por tanto que cada prueba tuviera un nivel de dificultad diferente anulando así la igualdad de oportunidades. Pero es que además la calificación obtenida (la nota) en cada distrito universitario SÍ contaba para todos igual (el llamado “distrito único” que por lo visto no sirve para ponerse de acuerdo en las pruebas que dan acceso al mismo). Me explico: un alumno podía realizar un examen objetivamente más complejo en una Comunidad Autónoma y competir con otro que había realizado una prueba más sencilla. Cualquiera que analizara esta situación y comparara algunas de las pruebas elaboradas en las distintas universidades desde el sentido común y la honestidad reconocería la situación de desigualdad evidente.

En segundo lugar la prueba (en esto los borradores de la reválida no se apartaban ni un ápice) tenía (y tiene) un sistema de garantías y reclamaciones más que cuestionable. Un alumno podía reclamar la calificación de su examen (sin poder ver la corrección en ningún momento) en un sistema –este sí- determinado por decreto-ley. La segunda corrección, aunque encontrara una diferencia de hasta un 20% (2 puntos) con la primera calificación no suponía una rectificación de la misma sino que se “mediaban” ambas notas. Si aún así el alumno no estaba de acuerdo se producía una tercera corrección (sin el derecho de conocer por parte del alumno los criterios concretos de corrección ni los fallos o aciertos señalados en su ejercicio).

En tercer lugar el conocimiento de la didáctica propia de cada materia, la (escasa) actualización científica de algunos “armonizadores” y los criterios y el proceso de decisión en la elaboración de la prueba son cuando menos cuestionables también. En el caso de lengua y literatura nos encontramos con pruebas que, ignorando los niveles de comprensión señalados por la OCDE y por la UE (en su Marco para la enseñanza de las lenguas) se limitaban a pedir un resumen como único medio de evaluación de la comprensión lectora de nuestros alumnos. O bien, ignorando lo que los investigadores y la didáctica entiende como elementos significativos para la reflexión acerca del uso de la propia lengua proponían únicamente un análisis sintáctico más que cuestionado por los expertos. Ni que decir tiene que, ignorando también el propio currículum de Bachillerato se evaluaban los conocimientos de historia de la literatura obviando por completo la prioridad de los textos que la ley señala (en mi comunidad el estudio de las obras era absolutamente teórico y se podía hacer, como reconocía la armonizadora sin ni siquiera leer las mismas).

Por último las diferencias entre las calificaciones obtenidas por nuestros alumnos en la “selectividad” analizadas con o sin profundidad revelaban incoherencias y la perversión de un sistema que delega en un solo profesor universitario la responsabilidad de decidir cómo será la prueba de una materia. Asignaturas con una media de 8 sobre 10 contrastaban (en la misma comunidad, distrito y tribunal) con notas medias de 6 en materias como lengua y literatura. Es decir, los alumnos obtienen calificaciones excelentes en ciencias pero son incapaces de comprender un texto de manera excelente. ¿Seguro?

Espero que a pesar de su carácter provisional los responsables no dejen pasar la oportunidad de mejorar una prueba que ha “funcionado” de aquella manera tantos y tantos años (también hubo manifestaciones y huelgas contra este modelo de acceso a la universidad, participé en ellos).

Se avecina –dicen- tiempos de pacto y consenso. Ojalá sea así y los políticos sean capaces de dar a nuestro sistema educativo la estabilidad que necesita. Pero ojalá no sea a costa de volver a estructuras, pruebas, procedimientos de selección y de segregación del pasado que deberían ser superados. Ojalá no sea a costa de la igualdad de oportunidades. Ojalá no sea a costa de mantener el statu quo y los privilegios de algunos. Ojalá no sea a costa de quedarnos en lo “malo conocido” antes que atrevernos a buscar lo “bueno por conocer”.

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