Cuando terminé de leer El mar, sentí que me había quedado huérfano. Lo mismo me ocurrió tras Las once vidas de Uria-ha y después de la apasionante historia de Alexander Cuervo. Las familias de los “alfas” me dejaron con el mismo vacío y la misma nostalgia al terminar sus aventuras. Porque Patricia García-Rojo no construye personajes… forma familias (si no lo crees sigue los hilos de twitter en los que nos regala cada amanecer de su -siempre- recién creada familia). Teje emociones, establece lazos, levanta historias, entrelaza sentimientos y palabras y así… nace la literatura. La literatura es consuelo, es evasión, es bisturí que separa y repara heridas muy hondas, es bálsamo, es aliento que nos devuelve la vida.
Patricia es una escritora de fantasía (alta, baja, media, ancha) y una fantasía de escritora. La construcción de personajes no es en Patricia un mero recurso estilístico o artístico. Forma parte de la creación de historias, de la configuración de universos absolutamente personales y absolutamente universales. Los personajes de Patricia cobran vida o mejor “toman” vida. La toman del genio creador de la autora, de su conocimiento (y constante exploración) de la condición humana. La toman de los sentimientos humanos más profundos: el amor, el deseo, el dolor por la ausencia, la muerte… Toman vida de la vida misma. Y se convierten en amigos, hermanos, compañeros de viaje… Toman su propia voz. La voz de Ana, que cuenta esta historia enredada en misterio y emociones… La voz de Tomás y Candela, la voz de Alicia y Samuel. La voz de Sasha y Nadir… La voz de bandadas de pájaros y lobos y corzos y ciervos que corren libres tratando de encontrar su sitio.
Porque El verano en que llegaron los lobos es una novela envuelta en magia, en secretos y silencios.
Mi abuelo era una bandada de gorriones y, cuando empeoró la guerra, voló. Mi abuela era una bandada de herrerillos y, cuando los años y la memoria se perdieron, voló también. En mi pueblo no tenemos cementerio porque todos vuelen antes de morir. Pero Tomás no.
No hace falta mucho más para provocar la lectura de esta novela ganadora del Premio Gran Angular. El contundente comienzo nos invita a adentrarnos en una peculiar y sugerente distopía que tiene el sello personal de la escritora jienense: Elementos maravillosos que se confunden con emociones cotidianas (el primer amor, el primer beso, la primera pérdida, la amistad, la lealtad, el verano como espacio de crecimiento). Un mundo en el que los humanos se transforman en bandadas de pájaros y otros animales. Un mundo donde una adolecente espera la carta de admisión de la universidad que la llevará a una nueva vida. Un universo repleto de magia que, al final, está presente en la voluntad de sobrevivir, en la necesidad del cuidado, en la solidaridad y el amor.
La novela tiene tantas “derivadas” que cuesta recogerlas en unas líneas. Es una novela de aprendizaje. La lucha de una adolescente por encajar en un mundo que le es -en cierto modo- ajeno. Es una novela de misterio. Con un cuerpo tendido en el suelo y un misterio que envuelve un asesinato violento. Es una novela social. Que refleja el miedo, los prejuicios, la opresión y la rigidez de los esquemas que muchas veces ahogan a los individuos, los silencian, los anulan. Es una novela sentimental. El amor como descubrimiento. La atracción, el cuidado, la ternura y la pasión. El amor como experiencia que nos define, nos empuja, nos permite ocupar (con libertad y sin prejuicios) nuestro lugar en el mundo. Es, por supuesto, una novela fantástica (en toda su polisemia). Una novela de alta, baja y ancha fantasía.
La novela además es de una delicadez que estremece. De una lucidez en el análisis de los sentimientos que nos desnuda en la lectura. De una honestidad que nos cuestiona. De una hondura que nos envuelve y nos atrapa. Sin duda una novela que será un clásico no-solo-para-jóvenes.