Tras el recientemente premiado Doctor de Soto, Blackie Books vuelve a publicar una de las obras «infantiles» de William Steig. El caricaturista y escritor neoyorquino escribió La Isla de Abel ya cumplidos los 70 años. Su tardía llegada a la escritura no le restó ni un ápice de la energía, la lucidez, la ironía y la sutil crítica social que ya había desplegado en unos 1600 dibujos y más de 100 cubiertas del New Yorker .
La isla de Abel es una fábula que cumple escrupulosamente (o quizá no tanto) con gran parte de la ortodoxia del género: animales personificados que hablan y se comportan como humanos, crítica social y una enseñanza moral más o menos explícita.
Sin embargo este libro, como muchos libros infantiles, es más. Mucho más. Para empezar La isla de Abel es la prueba (una más) de que la literatura infantil puede ser gran literatura. Una historia aparentemente banal e inocente, un ratoncito perdido en medio de una tormenta, un ratón de ciudad que ha de hacerse a la vida salvaje y encontrar las capacidades adormecidas por su vida acomodada… construyen un relato que toca el fondo del lector, que cuestiona convenciones, que atiza el fuego de la pasión por la vida que late en todos nosotros -a veces ya en rescoldos-.
La novela no toma a los niños como rehenes ni los reduce a su categoría de «aprendices». Plantea temas esenciales acerca de cómo somos, cómo actuamos en situaciones de crisis y en definitiva de quiénes somos. Y lo hace con un lenguaje cuidado, una narración clara y eficaz, con oficio -esa cualidad del narrador que hace parecer fácil contar aquello que es complicado-.
Un ratón «doméstico» (en realidad más bien aristocrático) atrapado en una isla es capaz de enseñarnos (y enseñar a los jóvenes lectores) que la vida es así, un poco salvaje, muchas veces confusa y compleja, otras demasiado simple. Y que podemos añorar comodidades o sutiles placeres o disfrutarla a borbotones.
Para leerlo en familia. No. Para leerlo toda la familia.