Marina, una niña con el pelo lleno de rizos y la mirada limpia deja de hablar el mismo día en que a su padre lo llevan preso. Su amigo Hugo la arranca del silencio con su compañía tierna y cómplice. Hugo es (como) un león blanco. Dos niños “apartados” del resto que se encuentran. Dos niños “diferentes” que emprenden una aventura, un viaje… y nos invitan a acompañarlos.
Mónica Rodríguez ganó con este “cuento” no tan fantástico el premio Everest “Leer es vivir” de literatura infantil. Juan Ramón Alonso ensanchó el relato hasta convertirlo en una experiencia, un placer inesperado, un regalo capaz de encandilar a un niño y de estremecer a un adulto.
Lo primero que salta a la vista es la DOBLE LECTURA que admite esta pequeña gran novela. Una lectura literal, directa, adaptada a la mirada (nada simple) de los niños. Palabras sencillas, escenas plásticas, fáciles de imaginar, de entender. Una aventura lineal que arrastra al lector entre el miedo y la sorpresa. Una segunda lectura “adulta” que nos habla de la represión, la tristeza, el miedo y la injusticia. Una lectura que nos trae el sabor amargo de nuestra posguerra gris y miserable.
Pero aún hay más. “La niña de los caracoles” es una novela de profundidad. Su análisis (y también su disfrute) se parece a una sesión de buceo o al trabajo de catas arqueológicas. Los nombres propios, los títulos de los capítulos, los diálogos… constituyen por sí mismos historias dignas de ser contadas… Marina, Herminio, Hugo, Esperanza, Blanca, Lucía, Luz María… Villasoles… Cada nombre encierra una historia, silencios, angustia, pasado, deseos, frustraciones. Nombre de mar el de la hija de un marino que ahora vende helados. Nombres de luz los de una familia condenada a vagar en la oscuridad, marginada, apartada.
Mención aparte merece la estructura de “La niña de los caracoles”. Capítulos muy breves. Apenas un fogonazo, una escena, un momento robado a las vidas de los protagonistas. Cada división encierra un microrrelato sugerente e inspirador que podría servir para una propuesta de lectura, para construir nuevos relatos con los niños, para imaginar, para hacer suya una historia abierta y llena de poros por los que respira la ternura. Y el engarce de todas ellas… mágico, profundamente elaborado en su sencillez. La última palabra de cada capítulo da título al siguiente… en un juego de concatenación que nos recuerda a Rodari… “para hacer una mesa hace falta una flor, para hacer la madera, hace falta un árbol, para hacer un árbol, hace falta una semilla…”. Cientos de juegos y huecos que nos ofrecen decenas de posibles lecturas, acercamientos, reflexiones y disfrutes de la misma historia. No cuesta demasiado imaginar a un maestro lleno de sensibilidad leyendo a sus alumnos cada día un capítulo. No cuesta demasiado imaginar las cientos de historias que pueden nacer de la imaginación de un niño expuesto a esta declaración de pasiones. No cuesta demasiado trasladar lo sentido en la lectura a la vida de los niños a los que acerquemos a este hermoso relato, justificando así sobradamente la mención del premio que obtuvo… Leer es vivir.
Un último apunte –ya insinuado al comienzo- acerca de las ilustraciones de Juan Ramón Alonso. En un reportaje llamado oportunamente “Vivir del cuento” el ilustrador David Guirao decía: “si la ilustración repite el texto… se quedan pegados (…) si en cambio te separas un poco… la historia se engrandece, se enriquece”. Sin duda, las imágenes a lápiz y carboncillo de Alonso con su aire hiperrealista… ensanchan la lectura, inspiran, sugieren, elevan, abren, inquietan…
Una novela para leer en voz alta a nuestros hijos o alumnos. Una novela para leer también en silencio y dejar que empape con su fortaleza y ternura. La de los niños. La de las madres. La de los padres capaces de enseñar a sus hijos los verdaderos tesoros encerrados en una caja de zapatos azul y en la libertad de decir lo que se piensa.