Descubrí a Lea Vélez en El jardín de la memoria. Una mujer, una escritora, una esposa, una madre. Me costaba y me cuesta distinguir entre todas ellas. No creo que sea necesario. La belleza, el humor, la sana distancia y la calidad cercanía con la que la narradora de aquella novela se enfrentaba al dolor y la muerte, a la pérdida, a la condenada soledad, a la perplejidad que produce la vida… me hizo reír, llorar y creer. Creer en la vida, con la vida, desde la vida. Porque es así. La vida sigue.
Y por eso Nuestra casa en el árbol trae un nuevo narrador con una misma intención: poner la vida encima de la mesa, destapar los recuerdos y conjurar los miedos. Y mirar con una sonrisa el futuro. Y el presente.
Nuestra casa en el árbol es un proyecto, una novela, mejor: es una mirada. Una mirada fascinada, fascinante, lúcida, divertida, apasionada y libre… sobre lo mejor de nosotros mismos, sobre nuestra infancia, la que nunca perdemos.
Una novela que hay que leer…
- Porque nos devuelve el Paraíso perdido, nos arroja con dulzura el reino de la infancia. Nos regala una mirada inocente, nueva, renovada.
- Porque le da voz a los niños. Porque deja que los niños sean simplemente eso, niños. Sin expectativas, sin condicionantes, sin prejuicios. Pero con pasado, con heridas, con dolor y perplejidad ante lo que ocurre. Niños reales con vidas reales.
- Porque es una novela larga, extensa, de ritmo lento. Amplía el tiempo y la lectura… Se demora y se posa en el alma como la niebla
- Porque nos recuerda que la “belleza ayuda a ser feliz. Por supuesto, todo tiene su lado malo, todo. La casa de tus sueños no existe sin las facturas de tus pesadillas, pero cuando uno se niño no hay facturas.”