Después de un día largo de trabajo, de clases y correcciones, de tutorías y gestiones, de programaciones y documentos… hoy hemos tenido un encuentro de profesores para hablar de “salud mental”, de cuidados, de prioridades, de personas.
He tratado de escuchar con atención plena y he hablado (de más, como siempre) con el corazón en la mano, con vehemencia, convicción y sin filtro. He tratado de mirar, de mirarnos a todos, de re-conocer a mis compañeros, de escucharles, de atender a sus palabras y a las emociones que se expresan con silencios, con digresiones, con ejemplos o simplemente con miradas.
Hemos puesto sobre la mesa (o sobre el pupitre, mejor) nuestra preocupación sincera, nuestra conmoción, nuestro temor y temblor ante el dolor de algunos de nuestros alumnos, ante la tristeza y la depresión, la ansiedad y el miedo… todo eso que siempre ha estado ahí y que la pandemia ha sacado (para mal y para bien) a la luz.
Al final, como siempre, A. nos ha invitado a poner peldaños, poco a poco. Y después de escuchar “lo posible” y “lo improbable” me he sentado a escribir estos pequeños propósitos de (auto) cuidados.
Ponerme a escribir es cuidar, es cuidarme. Es cuidar las palabras que a veces salen a borbotones de mi boca y resultan más espinas que bálsamo, balas que ladrillos. Es elegirlas con cuidado, es recordar que las palabras no son inocentes y que tengo la capacidad (y la responsabilidad) de usarlas como puente, como puerta, como salvavidas.
Recoger a M. de Baloncesto, escuchar que Gonzalo y Fernando se han pegado en el patio, que en Alemán le han puesto un negativo por olvidarse (otra vez) de hacer los deberes, escucharle rapear en su habitación mientras “lucha” contra la pereza que le da “ponerse” otra vez con más deberes. Dejar este artículo a medias y sentarme con él a hacerlos.
Esperar a que A. vuelva de cuidar a sus padres, preparar la cena, charlar un poco los tres juntos. Mirarlos a los dos. Verlos reñir y quererse como solo pueden hacerlo madre e hijo. Disfrutar de ese momento.
No pensar demasiado. No mirar el correo. No atender mensajes. No responder inmediatamente a ningún requerimiento que venga a través de las pantallas. Hacerlo en cambio con los que vienen cara a cara.
Apuntar todo lo pendiente en la agenda. Y cerrarla.
Dejar que la cabeza y el corazón también descansen.
Leer un ratito mientras M. mira la tele y A. consulta (por primera vez en todo el día) las noticias de aquí y de allá (y de Cádiz).
No quedarme en los detalles irritantes, en la palabra fuera de tono, en el escepticismo, en la ironía o en las reacciones desabridas. No fijarme en la piedra en el zapato. Disfrutar el camino.
Pensar y repensar lo vivido. Dejarlo reposar. Sin moverlo. Dejar que los posos se queden en el fondo y la superficie se vuelva transparente.
Olvidar (o al menos intentarlo) los desplantes, las miserias, las torpezas. Recordar las miradas, las risas, la complicidad de mis compañeros, de mis alumnos, de M., de A..
Olvidar (o al menos intentarlo) las grandes empresas, los grandes proyectos, los resultados espectaculares y vistosos. Recordar que lo mejor que tengo para compartir (con mis alumnos, con mis compañeros, con los “másmíos”) es mi tiempo. Hacer que ese tiempo sea SIEMPRE de calidad. Sin la cabeza en otra parte, sin la mirada de reojo al reloj de la pared. Hacer que ese tiempo, lento, pausado, consciente y dedicado sea el primer paso para cuidar, para cuidarme, para cuidarnos.