«Era muy negra. Solo se le veían los ojos blancos y asustados y los bucles cayéndoles por las mejillas. (…) Nadie sabía su nombre, pero mi padre dijo que se llamaba Alma».
Esta es la historia de dos niños: Alma y Otto. La historia de dos niños y una isla. Vivir en una isla transforma la mirada, la historia, los sentidos, el horizonte. Vivir en una isla significa vivir a-isla-dos, al margen, protegidos, alejados, marcados sin poder evitarlo por el círculo de MAR que la define. «Toda la isla respiraba al ritmo del azul».
Esta es la historia de una niña que llegó de lejos, de una cultura diferente, de un lugar diferente, de un color diferente… y transformó la vida de una isla pequeña y tranquila, y transformó la vida de Otto un niño feliz, pequeño y tranquilo.
Este cuento largo y lento, como los que cuentan las mujeres en la plaza bajo la luz anaranjada del atardecer, podría ser un cliché, un relato sensiblero o hasta propaganda. Pero es una historia. Un relato que encierra realidades dolorosas, miedo, desesperación. pero también esperanza, ternura, complicidad… y dos vidas. Dos vidas unidas por un hilo (invisible o no) de magia y curiosidad, de amistad.
La vida de Alma parece empezar en la primera página de una novela. La vida de Alma es sólo oscuridad y olvido antes de la isla. La vida de Alma es la de tantos niños sin pasado, una vida «pendiente de un hilo».
Los habitantes de la isla vivían apacible, felizmente, sin demasiadas esperanzas ni miedos hasta que los cuerpos llegaron a la playa. Cuerpos negros, hinchados, muertos. El silencio «a gritos» de los ahogados. La paz se perdió; la calma, el tedio se quebraron. «Pero era la vida, y a la vida uno acaba acostumbrándose, como dice mi padre».
La vida de los refugiados, de los migrantes, de los sin patria. Y la vida de los que con el corazón en una mano y una manta en la otra abren sus puertas, sus casas, su isla al otro.
Mónica Rodríguez nos sedujo con su universo mágico y estremecedoramente real con La niña de los caracoles. En Alma ha puesto toda su alma para estremecernos, conmovernos, agitarnos, despertarnos con la sacudida violenta del mar contra las rocas o con el vaivén dulce con que las aguas lamen la orilla. O con todo al mismo tiempo. Ha construido una historia en la que el dolor, la vergüenza, el sufrimiento… se asoman entre la ternura, la generosidad, la amistad y la belleza para arañarnos el corazón y la conciencia. No se pueden evitar los ojos de los que sufren cuando nos miran con inocencia y verdad.
«-No sabe nadar y se ha subido a un barco para cruzar el Mediterráneo. -Hay que ser muy valiente. Y estar muy desesperado»
Alma y la isla es una novela que funde el valor y la desesperación, la esperanza y el miedo, los prejuicios y la inocencia. En los ojos de un niño que no sabe lo que es «políticamente correcto». En la mirada de un niño que siente envidia, temor, odio, desconfianza… Pero al que la historia de otra niña, la curiosidad, la capacidad lo que otro siente (sí, eso de la empatía)… abren a la diferencia y le sumergen en la vida de los que vienen de lejos. El eco de África, los sonidos lejanos, el miedo, la huída… El desierto, las mafias, el mar, el silencio, la muerte.
El mar rodea y envuelve la novela de Mónica Rodríguez. Cientos de tonos de azul, el lila, el violeta, el negro, el fulgor naranja del sol. El mar y el sol. El mar -como el aliento poético- empapa todo lo que cuenta este cuento moderno, amargo y dulce.
El lenguaje es vehículo y es esencia. Las palabras -que son inútiles cuando los idiomas nos separan tanto- nos acunan, nos mecen, nos acompañan y nos llevan dulcemente al corazón de Otto y Alma.
La historia de Alma y la isla es una historia necesaria. Como dice la canción… «A veces me siento sola/A veces te necesito/como la playa a la ola».
[…] Vale… Mónica Rodríguez no es de Zaragoza (Como Pepe o Daniel), es de Oviedo, pero su obra Alma y la Isla, es una gran novela que nos ha llegado al corazón. Si queréis conocer un poco más su historia (de Alma, claro) os dejamos con una de las mejores reseñas de este libro, escritas en el blog Apalabrazos. […]
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